Antes de hablar directamente de rabietas, es importante comprender el papel de las emociones. Las emociones no son un “error del sistema”, al contrario, son parte esencial de nuestra evolución como especie. Son mecanismos adaptativos que nos ayudan a responder mejor a nuestro entorno. La emoción se desencadena por un suceso externo y nos proporciona información sobre nuestro entorno, ayudándonos a adaptar nuestra conducta. Cada emoción, incluso las más incómodas como el enfado o el miedo, tiene una función específica.
Las emociones básicas: alegría, tristeza, miedo y enfado, aparecen en todos los seres humanos desde una edad muy temprana. Por ejemplo:
- La alegría facilita el vínculo con los demás.
- La tristeza invita a la introspección y al recogimiento emocional.
- El miedo es una emoción de protección, nos alerta del peligro y nos ayuda a sobrevivir.
- El enfado, por su parte, tiene una función de defensa: permite poner límites y expresar que algo no está bien para nosotros.
Cuando un niño tiene una rabieta, lo que está sucediendo es que alguna de estas emociones ha alcanzado un nivel de activación muy alto. No es simplemente una “mala conducta” o un “capricho”, sino una manifestación intensa y aún inmadura de su mundo emocional.
Una forma muy útil de entender lo que le pasa a un niño durante una rabieta es imaginar una ola emocional.
Las emociones no son estáticas; suben, se intensifican y, con el tiempo, bajan. Cuando una emoción se activa, el cuerpo y el cerebro del niño se preparan para reaccionar. Esa activación, sin embargo, no desaparece inmediatamente, sino que necesita tiempo para calmarse de forma natural.
Mientras que el pico de la emoción puede surgir en cuestión de segundos, el retorno a la calma puede tardar varios minutos o incluso más. Esta diferencia temporal es importante, porque muchas veces los adultos esperamos una recuperación emocional inmediata, sin entender que fisiológicamente esto no es posible.