Cuando se tienen hijos o se trabaja con niños, esta frase, de manera afirmativa se escucha con elevada frecuencia. «Este niño es un manipulador«, «es un chantajista«, «sabe perfectamente lo que tiene que hacer para conseguir lo que quiere«. Afortunadamente el ser humano es un organismo lo suficientemente complejo como para conseguir manipular su ambiente. Somos una de las especies más frágil y desprotegida en el momento del nacimiento, así que si no tuviéramos capacidad de manipular nuestro contexto ni lo más mínimo, nos habríamos extinguido hace siglos.
La manipulación es una herramienta (una más) que asegura nuestra supervivencia y, sin embargo, tendemos a verla como algo negativo.
La manipulación se sustenta en la relación vincular que establecemos con las figuras de apego. Dentro de la relación especial que madres o padres e hijos entablan es donde se lleva a cabo esta supuesta manipulación. Al pensar en manipulación a uno le saltan las alarmas de que el niño está tratando de conseguir algo insistiendo «más de lo que debería» o mediante «distorsión» de las circunstancias o necesidades. Paremos ahora a pensar por qué un niño, que en general no debería estar contaminado por deseos innecesarios o caprichos, tiene que hacer uso de la manipulación.
Como hemos dicho, el niño nace bastante indefenso y absolutamente dependiente de los cuidados de sus padres. Se vincula a ellos y el apego le asegura la supervivencia. Cuando necesita algo, su sistema de apego le hace enviar señales para que alguien externo se ocupe de cubrir sus necesidades.Las señales pueden ser: llorar, gritar, no querer quedarse solo, jugar, agarrarse a los brazos y piernas de papá o mamá o esconderse detrás de ellos.
Pero ¿qué sucede en aquellos casos donde los padres (o la figura de apego de referencia) no captan las señales, no las oyen o las desatienden? Puede que no sean buenos a la hora de leer las señales de sus hijos o puede que no tengan el tiempo o la paciencia para atenderlo en ese momento. Como es lógico, el niño aumenta la intensidad de la señal. Y aquí es donde muchos padres tendemos a interpretar estas señales como una manipulación porque observamos una conducta exagerada que no corresponde con lo que nosotros entendemos que es su necesidad. Utilizamos frases como: «este niño es un dramático» o «eso son lágrimas de cocodrilo«. El niño grita, patalea o se altera sobremanera.
Según los estudiosos del apego, la conexión perfecta entre padre e hijo con un apego seguro se produce solo en un 20% de las ocasiones. El resto, se da una negociación entre un niño que demanda y unos padres que ofrecen lo que en ese momento pueden. Pero si de una manera prolongada y consistente, un padre desoye las señales de su hijo, lo más probable es que (tras haber intentado sin éxito aumentar la intensidad de señal) el niño deje de emitir esas señales y la sustituya por la contraria dando así la impresión de no necesitar nada. Es lo que se llama señales paradójicas. Este es el caso de los niños que resultan excesivamente independientes a edades tempranas, donde parece que el niño juega solo, se distrae solo y no necesita a los padres para nada. Lo más probable es que en estos casos, se produzca una distorsión en el vínculo afectivo y no se consiga desarrollar un apego seguro.
Con esto no estamos queriendo decir que, cada vez que el niño emita una señal, tengamos que dejarlo todo y salir corriendo para atenderlo. Si no, más bien, que cada vez que pensemos que nuestro hijo manipula entendamos que debe tener alguna necesidad no satisfecha y que, al menos, le escuchemos, nos demos por enterados y le expliquemos por qué, en este preciso momento, no nos es posible atenderle.