No puedo leer, historia de una disléxica

¡Hola a todos!

Me llamo María, tengo 13 años y soy disléxica. Me gustaría contaros brevemente mi historia y experiencia para que pudierais conocer y comprender más en qué consiste este trastorno de aprendizaje tan frecuente y ayudar a encontrar a otros niños que pudieran estar padeciéndolo.

Desde que estaba en 2º de Primaria, con 8 años, comencé a sentirme diferente a mis compañeros y a darme cuenta de que algo no iba bien. Y es que, yo no leía como ellos: a mí me costaba muchísimo, era muy lenta, con muchas paradas, repeticiones, cambiaba unas letras por otras o no las leía, incluso me inventaba algunas palabras, me perdía o saltaba alguna línea,… Así era muy difícil que comprendiera lo que iba leyendo porque, además, ponía toda mi atención en convertir cada letra en su sonido correspondiente y esto era muy complicado y trabajoso.

También tenía dificultades al escribir, por ejemplo: confundía letras parecidas como “b” y “d”, juntaba palabras o las separaba mal y cometía muchas faltas de ortografía.

Fue realmente difícil aprenderme seriaciones como los días de la semana, el abecedario o las tablas de multiplicar porque rápidamente se me olvidaba lo que había estudiado. Y es que trabajaba y estudiaba muchas horas, más que mis compañeros de clase, pero mi esfuerzo no daba los resultados esperados. Ni siquiera me daba tiempo a terminar los controles.

No quería ir al colegio.

Y todo esto me hacía sentir mal, triste o me cambiaba el humor de un momento a otro y estaba eufórica. Llegué a pensar que verdaderamente era tonta. No podía dormir bien, me dolía la tripa, la cabeza y no quería ir al colegio para no escuchar las risas de los otros niños cuando leía en voz alta ni a mis profesores decirme que era vaga, que no me esforzaba lo suficiente, que siempre estaba distraída o que era un desastre porque mis cosas no estaban ordenadas ni mis trabajos limpios. Odiaba leer y escribir. Todo esto me afectaba mucho y, a veces, en clase me portaba mal para llamar la atención, ya que no conseguía hacerlo por mis buenas notas.

El diagnóstico, un alivio.

Y mi mundo fue así, caótico y confuso, hasta que mis padres decidieron llevarme a un centro privado cuando tenía 9 años. En el colegio les dijeron que, si no recibía un apoyo particular, no pasaría de curso porque mi lectura era propia de un niño dos años más pequeño que yo.

En este centro me hicieron muchas pruebas y tests y llegaron finalmente a la conclusión de que todo lo que me ocurría tenía un nombre: dislexia. Fue un gran alivio porque, no solamente me ayudaron a leer y escribir mejor, sino también a algo muy importante: a comprender lo que me sucedía y a aceptarme a mí misma.

Nos explicaron a mí y a mis padres todo sobre ella: que se trataba de un trastorno neurológico que era para toda la vida, pero que yo era una niña inteligente que, con una ayuda específica y las adaptaciones curriculares que se harían en el colegio, lograría mejorar y salir adelante, como así fue. Nos contaron que había dos tipos principales de dislexia: una que se llamaba “superficial”, propia de niños que leían lentamente, de forma silábica; otra “fonológica”, en la que costaba leer palabras desconocidas; y un tercer tipo que sería una mezcla de los dos anteriores.

Sentirme comprendida.

Mi padre se sorprendió y comentó a todos que, cuando era pequeño, a él le ocurría lo mismo.

Finalmente, en el centro resaltaron a mis padres que su apoyo, comprensión y cariño resultarían fundamentales para que el tratamiento diese los resultados positivos esperados y esto me ayudó y motivó a esforzarme aún más.

Esto es lo que le sucede a una niña que padece dislexia y así es como lo vive y se siente. Si piensas que alguien al que conoces pueda estar pasando por algo parecido, puedes ayudarle a comprender lo que le pasa y, sobre todo, a entender que no le falta inteligencia, que lo que padece tiene un nombre y, lo que es más importante, ¡una solución!

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