No es lícito suponer que ninguna generación es capaz de ocultar a la que sigue sus procesos anímicos de mayor sustantividad.
Sigmund Freud
En las familias no solo se comparten rasgos, historias, creencias o enfermedades, sino también, emociones. Las emociones son un legado que llevamos con nosotros desde que nacemos y que, aunque a veces cueste aceptarlo, hemos heredado sin quererlo. Lo curioso es que a pesar de haberlas heredado sin nuestro consentimiento, la manera en la que percibimos y vivimos nuestras emociones en el presente se asemeja mucho a cómo las experimentaron nuestros antepasados generaciones atrás.
Cuando hablamos de herencia emocional, esto no implica necesariamente que vayamos a actuar exactamente como nuestros padres lo hicieron, lo que significa es que estamos predispuestos a comportarnos en esa dirección.
En un estudio de la Universidad de Emory en Atlanta (Dias, B. G., & Ressler, K. J. (2014). Parental olfactory experience influences behavior and neural structure in subsequent generations. Nature neuroscience, 17(1), 89-96.), varios investigadores fueron capaces de transmitir a dos generaciones diferentes de ratas el miedo a un determinado olor. Se observó que las ratas que recibieron descargas eléctricas cuando se expusieron a ese olor transmitieron ese miedo hasta la segunda generación, a pesar de que las crías fueron concebidas por fertilización in vitro y no tuvieron contacto con sus padres.
La Epigenética nos ha mostrado en investigaciones recientes que heredamos los cambios genéticos asociados a los traumas que nuestros padres y abuelos experimentaron. Es decir, cuando ocurre un suceso traumático, se producen en nuestros cuerpos una serie de cambios fisiológicos destinados a gestionar mejor el estrés asociado a esa experiencia.
Este cambio adaptativo puede ser transmitido a nuestros hijos y nietos, con el fin evolutivo de prepararlos biológicamente para lidiar con traumas similares en el futuro. Si nuestros abuelos, por ejemplo, vivieron en un país devastado por la guerra – bombardeos constantes, personas que morían, el ruido de los disparos cerca – sería lógico que nos transmitiesen un kit ‘emocional’ de supervivencia en el que se incluyesen, por ejemplo, un cuerpo en alerta, reflejos para reaccionar rápidamente a los ruidos fuertes, y otras respuestas de protección de este tipo.
Este conjunto de habilidades sería útil si actualmente también viviésemos en un país en guerra. Sin embargo, viviendo en un ambiente seguro donde esta herencia no encaja con el contexto, la constante sensación de inseguridad y la habilidad para anticipar y rastrear los peligros, son disfuncionales y podrían causarnos un gran malestar.
Así que, sí, es verdad: el dolor de nuestros padres, madres, abuelos y abuelas – sus miedos, sus enfados, sus sufrimientos, sus bloqueos – puede convertirse en nuestro, y es un legado que podemos perpetuar en nuestra familia.
Llegados a este punto quizás te estés preguntando
¿Qué puedo hacer cómo padre o madre para no perpetuar este legado en las siguientes generaciones?
- Toma conciencia de tu propia herencia emocional. Comprende y acepta que posees una información emocional que puede no tener sentido para ti, pero que quizás sí lo tuvo generaciones atrás.
- Investiga en tu árbol genealógico e intenta sanar tus propias heridas familiares, o al menos, hacerte consciente de ellas.
- Cuida mucho tu estado emocional (ya seas madre o padre) sobre todo durante la gestación (el útero es la primera cuna emocional) y los primeros años de vida de tus hijos, ya que estos influirán en su futuro.
- Habla con tus hijos delicadamente sobre las experiencias traumáticas vividas en tu familia. Sé sincero con ellos sobre lo que has vivido tú y también tu familia antes de que existieras. Compartir tu historia familiar puede ser de gran alivio para tus hijos, ya que pueden haber estado cargando con herencias emocionales que eran incapaces de comprender.
Por Andrea Pérez Mariscal.