Esta mañana mientras esperaba con mi hijo pequeño en la consulta del pediatra, observaba a un hombre que estaba con su hija también esperando. Parecía que él tenía prisa: miraba su reloj constantemente, movía la pierna con inquietud y no paraba de resoplar. La niña, que no tendría más de ¿4? años, estaba tranquila en la silla de al lado pero con la cabeza apoyada sobre las piernas de su padre. Parecía que disfrutaba de ese pequeño rato junto a él, aprovechando que él no estaba trabajando, ella no estaba en el colegio y, según creí escuchar, no estaba presente su hermano mayor.
En un momento dado, el padre ya no podía más con su nerviosismo ante la espera y ha empezado a inquirir a la niña distintas cuestiones. «A ver, que ya tienes edad para sentarte bien, ¿por qué no te sientas bien en la silla?» «¿Por qué no vas a jugar con los bloques que hay ahí?» «Pero…haz una torre más alta» «El otro día que vino tu hermano hizo una más alta» «Y ¿por qué no lo recoges? Anda, vete y recógelo que ya eres mayor» «Ven a sentarte aquí que ya nos va a tocar dentro de poco».
Todas estas inquisiciones se realizaron en no más de 5 minutos. Es decir, la niña pasó de estar tumbada en el regazo de su padre a tener que levantarse, ir a jugar con los bloques, hacer la torre como su padre le pedía, luego recoger, luego volver a sentarse,… Realmente, nada de lo que le pidió era necesario. Ni siquiera recoger los bloques. Es una consulta donde a lo largo del día pasa mucha gente y 5 minutos después de ella, seguro que iban a volver a jugar con ellos de nuevo.
Esta escena me recordó muchas, propias y ajenas, que me han contado o he tenido la oportunidad de observar. Y es que a veces los padres nos pasamos de insistentes en el control que queremos ejercer sobre nuestros hijos. En este caso, como en todos, más por la necesidad de gestionar nuestro propio nerviosismo que por el interés en llevar a cabo una serie de tareas. Raro es el padre que no entra por casa preguntando: ¿has hecho los deberes? ¿Te has duchado? ¿Has ordenado tu habitación? ¿Te lo has comido todo? ¿Te has portado bien en el colegio?
Esta forma de actuar es lo que en psicología se denomina figura persecutoria y en muchas ocasiones los padres nos convertimos en una.
El problema es que perdemos la perspectiva de que no son más que niños y les apetece hacer más cosas además de las «obligatorias» o las culturalmente aceptables. Está bien que los niños tengan normas y dejen las cosas recogidas o que hagan sus deberes todos los días, pero concentrémonos entonces en preguntar por una sola cosa, no vayamos sumando obligaciones con cada nueva pregunta.