Evolutivamente está claro que para los humanos el hecho de experimentar emociones implica un avance con respecto a otra serie de animales que no las tienen. Así en la escala animal, los mamíferos (que poseen una parte en su cerebro que se dedica a las emociones) son animales evolutivamente superiores a los reptiles, por ejemplo (que son dueños de un cerebro mucho más básico).
Sin embargo, a los humanos, muchas veces las emociones nos juegan una mala pasada: no resulta agradable sentir angustia, ni celos, ni tampoco rabia.
Entonces, ¿cuál es el sentido de «sufrir» emociones desagradables?
La clave está en que las emociones en sí, no son buenas ni malas. Todos las tenemos y son increíblemente útiles para nuestra supervivencia. Lo que nos causa contrariedad es la mala gestión que hacemos de nuestras emociones o la interpretación que les damos, muchas veces condicionados por la cultura.
La alegría, por ejemplo, se desprende de acontecimientos externos o internos que vivimos de una manera positiva, que nos hacen sentir bien y contribuyen a nuestra buena imagen.
El miedo, puede desatarse tanto por acontecimientos externos o internos que nos hacen sentirnos en peligro. Y, ¿de qué sirve? Entre otras cosas, el miedo nos hace ser más precavidos, estar alerta ante situaciones que pueden resultarnos dañinas.
La tristeza, esa emoción que tan mala fama se ha ganado, nos ayuda a centrarnos en nosotros mismos y en nuestras necesidades más básicas e inmediatas cuando nos encontramos ante situaciones que emocionalmente son difíciles o complicadas (por ejemplo, el enfado de un amigo, una separación sentimental, la muerte de alguien querido).
La rabia, socialmente denostada, es de gran utilidad para defender nuestro territorio y aquello que nos define. Como, por ejemplo, nuestros gustos, preferencias y aficiones.
Sin embargo, socialmente no está bien visto o no siempre es adecuado expresar determinados sentimientos. Así, como padres,nos vemos en el parque forzando a nuestros hijos a prestar sus juguetes porque «hay que compartir» y castigando a nuestros hijos cuando se niegan a hacerlo o se echan a llorar…
Y, sin querer, el mensaje que trasmitimos a nuestros pequeños es que es «malo» enfadarse. Cuando el enfado es un estado absolutamente natural, lógico e inevitable. No es malo enfadarse. Lo que resulta inadecuado es pegar a quien tenemos al lado porque nos hemos enfadado, que es muy distinto.
Así la mejor manera de ayudar a nuestros pequeños a entender sus emociones es ayudarlos a ponerles nombre y servir de modelo a la hora de enseñar cómo manejarse ante determinadas situaciones. No negando de base que puedan estar enfadados o tristes.